Por Constanza Moreira
Según Rodolfo Porrini
[1], dos fantasmas recorrían América Latina en los años sesenta: la insurrección y la reacción conservadora. Unos querían transformar el mundo; los otros, mantener sus privilegios. Y ambos fantasmas contribuían a generar movimientos diversos. En 1964, la frágil democracia brasileña sucumbió al golpe de Estado (los uruguayos temían que los militares –“los gorilas”- nos invadieran por la frontera) y fue el preanuncio de los golpes que se siguieron. Pero aún en 1970 triunfaba la insurrección y Allende intentaba la “vía pacífica al socialismo”. En 1971 se creaba el Frente Amplio, nutrido de la experiencia de la unificación de las izquierdas con la previa creación de la CNT, y de la defección de líderes y fracciones “progresistas” de los partidos tradicionales. Se movilizaban los jóvenes del movimiento estudiantil, los trabajadores, las clases medias, y los intelectuales florecían orgánicos e inorgánicos, editaban periódicos (como Marcha), escribían poesías como Benedetti o ensayos como Galeano. Eran tiempos revueltos. Y los rinocerontes esperaban agazapados.
Hacia fines de los años sesenta ya comenzaba a perfilarse el “camino democrático hacia la dictadura”, como lo llamó Álvaro Rico. El año 1967 marca un punto de inflexión (medidas prontas de seguridad, ilegalización de partidos políticos, eliminación de los consejos de salarios), y a partir de 1968, las actuales leyes tipifican el período –hasta el fin de la dictadura- como uno en el que se verifica el terrorismo de Estado y la comisión de crímenes de lesa humanidad (una referencia histórica que blancos y colorados se han negado siempre a admitir, so pretexto de que aún había “democracia”). Desde 1968 se tortura en las cárceles, se mata en las manifestaciones y se militarizan los conflictos sindicales en el sector público. Cuando el golpe de Estado se produce, se puede hablar de un “golpe en cámara lenta”, ya que es precedido de un cortejo de actos anunciatorios, preparatorios, consumatorios.
El golpe fue acompañado de una crisis de larga duración, que comienza a fines de los cincuenta y se prolonga durante todo el período, y al que las medidas “liberales” del gobierno del Partido Nacional, incluyendo el acuerdo con el FMI y la reforma cambiaria, solo logran profundizar. Desde inicios de los años sesenta, comienza el lento despoblamiento del país, con una crisis de migración que lleva a la diáspora de casi el 7% de la población uruguaya. El slogan del FA en el 71 es: “Hermano, no te vayas, ha nacido una esperanza”.
El 27 de junio del 73, fue el golpe de gracia. Y nomás, por decreto (sí, ¡por decreto!), se disolvieron las cámaras, se suspendieron los partidos políticos, se creó un Consejo de Estado y se les adjudicó a unas FFAA ya muy autonomizadas del poder civil la responsabilidad de intervenir para que los servicios públicos continuaran funcionando (por eso rechazamos los decretos de esencialidad…). También se militarizó la policía (y por eso rechazamos la militarización de la seguridad pública). Todo tiene una historia. Solo hay que recordarla.
Juan María Bordaberry fue el autor de este golpe de Estado, y el juicio que lo condenó lo hizo por violación a la Constitución de la República. Pero no hay que olvidar que lo acompañaban civiles del Partido Nacional y Colorado, lo acompañaban las FFAA, lo acompañaban importantes sectores empresariales…y Estados Unidos, de algún modo, expresó su satisfacción por el curso que tomaron los acontecimientos.
El 27 de junio se reunieron los dirigentes de la CNT en el local del vidrio en la Teja y se lanzó la consigna: “¡A ocupar las fábricas, mantener el estado de Asamblea…!”
[2]. Tres días después, el gobierno ilegalizó el movimiento sindical, prohibió las reuniones y confiscó sus locales y sus bienes. No solo comenzó la acción penal contra varios dirigentes sindicales (que fueron “requeridos”) sino que también se destituyó a los huelguistas sin derecho a despido. La represión contra los trabajadores públicos fue brutal. Algo para recordar cuando se piensa (como un rinoceronte) que son unos “privilegiados”.
El 11 de julio, 14 días después, la Mesa Representativa de la CNT resolvió levantar la huelga, con el voto en contra de FUNSA, la FOEB y la FUS, y la abstención de CONAPROLE y OSE. Mucho se discutió sobre esta medida pero, ahora, con el pasar del tiempo, y viendo lo que vino después, quizá convenga concentrarse en esto: una temporada de rinocerontes.
La eventualidad de una huelga general contra la dictadura, según Porrini (ya citado) había estado presente ya desde 1964 en las discusiones y reflexiones del movimiento sindical. Dicho movimiento no solo luchó desde su origen por las condiciones de los trabajadores, sino que fue un actor político de primerísima línea en la defensa de los derechos y las libertades democráticas. Más aún, luchó por un modelo de desarrollo productivo con justicia social, que no solo defendió, sino que formuló, diseñó, y estuvo en los orígenes de las proclamas con las que el propio Frente Amplio nació.
El gobierno autoritario optó por la vieja estrategia de reprimir-dividir-cooptar al movimiento sindical. A diferencia de los partidos políticos que estaban “suspendidos”, el movimiento sindical, el movimiento estudiantil, y partidos políticos seleccionados (el PCU, la ROE, entre otros) fueron declarados “ilegales”, por ser “asociaciones marxistas”. En plena Guerra Fría, la lucha contra el comunismo no requería mayores ni más sesudas consideraciones. Bastaba para justificar la intervención externa (la que había, principalmente, encarnado en unas FFAA adoctrinadas por EEUU para hacerle frente al “enemigo interno”) y para tomar “medidas extremas de seguridad”. En el nombre de la democracia y la lucha contra el comunismo, se llevaron puesto a un Estado de Derecho que había llevado no menos de sesenta años diseñar y consolidar.
Nos recuerda Porrini una maravillosa anécdota. En noviembre de 1973, el gobierno empieza a ensayar su maniobra de reprimir-dividir-cooptar, y tiene como representante insigne al coronel Bolentini. Este llamó a una reunión de connotados dirigentes sindicales, excluyendo especialmente a los comunistas. La reunión se transmitiría “en vivo” por la radio. Un valiente obrero de FUNSA, Miguel Gromaz, dijo al aire: “Esto no es un verdadero diálogo. Es una gran pantomima. ¿Cómo puede existir el diálogo cuando hay decenas de dirigentes presos y centenas de despedidos? Este es un proyecto para carneros y guampudos”. Acto seguido, claro está, la transmisión al vivo del diálogo fue interrumpida y se comenzó a pasar música. La dignidad del movimiento sindical seguía en pie, a pesar de las maniobras del régimen.
La dictadura se recrudeció a partir de 1975 –años del Plan Cóndor- y la dictadura intentó nuevas reglamentaciones para crear un movimiento sindical amarillo (algo de lo que intenta el proyecto de Manini Ríos presentado, recientemente, al parlamento o las diversas versiones de modificación de los derechos de huelga y ocupación en la LUC). La autonomía del movimiento sindical es una afrenta para la política conservadora. Se la tolera…pero, inevitablemente se la quiere socavar.
La idea de un “nacionalismo anticomunista” fue de recibo en esos años, como lo había sido en la mayoría de las experiencias fascistas de la vieja Europa. Es así que en 1975 comenzó el Año de la Orientalidad: las tumbas y mausoleos a los próceres, la metamorfosis de Artigas (un héroe revolucionario) en un héroe “nacional” y conservador, la recuperación de símbolos patrios, y la obligación de cantar el himno a viva voz como un homenaje a la dictadura (y es esa la razón por la que algunos no cantamos jamás el himno, y no nos parece que nada deba comenzar por él). También de ese período vinieron las “razzias” (y al igual que con la esencialidad de los servicios públicos, toda medida de detención arbitraria nos recuerda a esos años, incluyendo los allanamientos nocturnos…). Si en algún lugar empezó la “mano dura”, fue en la dictadura. El Uruguay puede recordar que tuvo en la dictadura la mayor cantidad de presos políticos per cápita…y que si hoy tiene la mayor cantidad de presos (comunes) per cápita, no parece ser casualidad.
Las transformaciones de la sociedad uruguaya en esos años fueron muchas y llegaron para quedarse. Porrini nos advierte sobre la incorporación de la mujer al mercado de trabajo como forma de consolidar un ingreso familiar (se le llamó en la literatura sociológica de la época “estrategias de sobrevivencia”). El salario real se derrumbó, y si comparado con inicios de los años sesenta, al fin de la dictadura representaba menos de la mitad del valor adquisitivo de esos años. Aumentó el sector informal y la desocupación, el país se endeudó y se empobreció, las clases medias sufrieron un estrangulamiento de sus condiciones de vida muy notorio y fueron quienes engrosaron las filas de lo que luego fue el FA. La desigualdad aumentó notoriamente y, como lo muestra Daniel Olesker en su libro
Crecimiento y Exclusión[3], la liberalización del país (antes de que el consenso de Washington entrara en vigor) fue profunda y alcanzó al sistema bancario, el comercio exterior y las empresas públicas. Los falsos “nacionalistas” realizaron la operación del consenso de Washington (privatización, desregulación, liberalización) antes que este fuera formulado, como ya lo habían hecho durante el gobierno del Partido Nacional, a punto de partida del primer acuerdo firmado con el FMI). Nada tuvimos que envidiarle a los chilenos y sus Chicago-boys: hacia el fin de la dictadura, ya el Uruguay había sufrido las embestidas del liberalismo. Y todo bajo los dictados de Washington, cuyo consenso se produjo, mucho antes de que fuera escrito y tomara publicidad. Después de todo, Estados Unidos y sus aliados no iban a permitir la nacionalización de sus empresas e inversiones, una de las amenazas principales que representaban los gobiernos “progresistas”, “populistas” o “socialistas” de la época.
Cuando recordamos el golpe de Estado debemos preguntarnos a qué nos ganamos el derecho todos estos años. Y creo que es una pregunta que debemos contestarnos. Creo que nos ganamos el derecho a tener derechos laborales, que nunca pueden ser juzgados con oportunismo y frivolidad (como la crítica al “empleo seguro”) porque mucha gente fue desterrada, a la cárcel o murió por defenderlos. Nos ganamos el derecho a pertenecer a las organizaciones de izquierda y a que estas sean legales, a luchar en las elecciones con todas las garantías, a manifestarnos por las causas que queramos, y a organizarnos como podamos. Nos ganamos el derecho a que un salario digno sea una lucha política y pública, y no una lucha entre un trabajador y un patrón. A que los conflictos entre hombres y mujeres en clave de violencia sean un problema público y no una cuestión de “exceso de amor” entre privados. Nos ganamos el derecho a luchar contra la pobreza, y a dar la mayor cantidad de recursos y desplegar una gran política pública para luchar contra la injusticia y la desigualdad. También nos ganamos el derecho a que “la delincuencia” sea entendida como un resultado de esta misma sociedad en la que vivimos (sí, esta misma sociedad violenta, machista y con más rinocerontes de los que una quisiera), y no una especie de excrecencia moral negativa con la que nadie se siente comprometido. También nos ganamos el derecho a la laicidad, y a protestar cada vez que la religión quiere colonizar un pedazo de nuestra sociedad, sea en las FFAA, en la educación, en la salud, o en cualquier política pública (¡a no olvidarlo!).
A todo eso y mucho más nos ganamos derecho. Que cada uno, que cada una, lo escriba con su pluma, con su memoria, o simplemente con su legítima aspiración a vivir en un mundo mejor (y a sentir cada atropello como propio). Porque cada 27 de junio debemos “recordar”: volver a pasar por el corazón la experiencia de un pueblo que emergió de las ruinas de la dictadura más pobre, más desigual, más vulnerable, más injusto. No alcanza con el voluntarismo para decir “esto no va a pasar”. El conservadurismo y sus vertientes fascistas están allí, como rinocerontes agazapados. Tienen las mismas caras, los mismos apellidos, la misma trayectoria. Este 27 de junio hay que recordarlo despiertos, lúcidos, organizados, unidos.
[2] Yo tenía, entonces, 13 años y venía de una familia muy politizada y de izquierda. Mi madre me despertó esa mañana con un gesto de amargura: “hoy no tenés clases, me dijo, acaban de dar el golpe de Estado y te llama tu amigo Jaime”. Mi amigo Jaime, con solo 13 años, ya estaba ocupando la Facultad de Química. A los 16 años se lo llevaron preso. Poco después se fue del país. Nunca más volvió a vivir en Uruguay.