En su propuesta programática para el próximo gobierno, el Frente Amplio ha esbozado algunas ideas para las políticas de seguridad. Las novedades son pocas, con la excepción de unos confusos insumos sobre la prevención y la integralidad bajo el eje de la convivencia. Predomina un enfoque centrado en lo policial y en la cárcel como instancias de control. Las omisiones más resonantes se detectan en materia de política criminal (por ejemplo, en la promoción de medidas alternativas a la prisión) y de regulación de los mercados de drogas ilegales.
Como pieza transaccional, el programa del Frente Amplio garantiza –más por imposición que por convicción- una continuidad con las políticas de la última década, aunque habilita sin demasiado encuadre lógico algunos cursos de acción diferente. Para un cuarto gobierno de izquierda, el margen de maniobra será estrecho. No se lo deja el propio programa. No se lo deja el acumulado de consecuencias negativas de una política de seguridad que ha puesto todo su empeño en la expansión del aparato policial (tecnologías de vigilancia, militarización, etc.) y de la razón punitiva a través del encierro y el aumento selectivo de penas. No se lo deja, por fin, una sensibilidad social reactiva y autoritaria, anhelante de mano dura ante el aumento de la criminalidad. El desafío es de una entidad mayor. Nos coloca, creemos, ante una última oportunidad de dar forma a un relato y una práctica de izquierdas en el campo de la seguridad.
La política tiene que poder asentarse en algunos principios básicos. El primero de ellos, exige una acumulación de conocimientos técnicos y evidencias sobre la violencia y la criminalidad, y también sobre la realidad institucional del sistema de seguridad. La producción de información y la construcción de lecturas interpretativas sobre los fenómenos tienen que superar ampliamente lo hecho hasta ahora, demasiado apegadas a la información fragmentada y discontinua, y sometidas a la hegemonía de los relatos policiales y subculturales.
El segundo principio introduce en las políticas de seguridad una visión “sistémica”. La seguridad presenta aristas multicausales y las propuestas de integralidad sólo podrán materializarse desde una complejidad que evite los abordajes parciales. Las políticas casi siempre se han concentrado sobre los instrumentos normativos y la hipertrofia de ciertas zonas del sistema. Los aparatos de control y punición han crecido, y sus consecuencias negativas también. La perspectiva sistémica no sólo implica una acción articulada y coordinada entre la totalidad de actores con responsabilidad en el campo de la seguridad, sino que además supone la conformación de nuevos equilibrios que vuelquen el sistema hacia modalidades de alta intensidad preventiva.
Por último, una política de seguridad nos confronta con la conceptualización de los principales problemas que entraña un orden social y político. Antes, durante y después, la acción política tiene que ser instrumento pedagógico que aliente nuevas visiones sobre los conflictos y las dinámicas sociales de fondo. Una política de seguridad nunca es neutra, e interpela los contenidos últimos sobre la ciudadanía, las relaciones sociales y la construcción de sujetos. Si los problemas de seguridad no son colocados dentro de un paradigma de inclusión social, se correrán graves riesgos de reproducir eternamente la gestualidad de la “mano dura” y profundizar las dinámicas de desigualdad y exclusión.
La prevención, la prioridad
Conforme a estos principios, una política de seguridad debe priorizar el eje preventivo. Ello requiere una profunda reforma política mediante la creación de un ámbito de gestión interinstitucional. La compleja articulación entre las políticas sociales y urbanas y las políticas de seguridad exige un nuevo diseño de gobierno político. Hasta ahora los aparatos de seguridad han tenido el liderazgo y las consecuencias en materia de segregación punitiva y violencia institucional han comprometido las posibilidades de los avances sociales en distintos territorios. La ecuación de gestión debe ser invertida, y la acción policial, subordinada.
Pero además, la agenda preventiva ha de tener líneas propias. Sólo a modo de ejemplo, cabe mencionar estas seis:
Política de desarme civil. Los datos sobre la prevalencia de las armas de fuego en los episodios más graves de violencia y criminalidad son elocuentes. También son materia de estudio el porcentaje de armas de fuego en manos de la población civil, sobre todo la circulación incontrolables de armas legales e ilegales en los entornos sociales más vulnerables. Es imprescindible evaluar y regular bajo criterios más estrictos las armas de fuego, y promover acciones decididas para el desarme civil en el Uruguay.
Mesas Locales para la Seguridad y la Convivencia. Si la participación y el territorio juegan un papel decisivo en cuestiones de convivencia y seguridad, si la clave para muchos está en tener un discurso estratégico sobre la ciudad y los espacios, si se piensa que es más eficaz un ordenamiento territorial sobre bases de identidad cultural que los cercos preventivos y la presión policial, los gobiernos locales deberían tener mayores competencias en acciones de prevención, tanto a través de una agenda propia como de su papel en los gabinetes territoriales de gestión integrada.
Proyectos focalizados para la reducción de homicidios y lesiones graves intencionales. Desde el 2012 hasta la fecha, los homicidios han tenido crecimiento relevante en el país. Es necesario crear programas que alienten la convivencia en los espacios más afectados, promuevan el control y el desarme civil y aumenten las capacidades institucionales en materia de investigación criminal y sanción de esas formas de violencias extremas.
Programas de prevención de la violencia de género. En el marco de la implementación de la ley integral sobre violencia basada en género, es imprescindible del desarrollo de programas de prevención de la violencia de género, concentrando recursos e iniciativas en aquellos espacios en donde su incidencia es mayor, fomentando acciones de prevención para disminuir la violencia directa e indirecta en la infancia y creando programas dirigidos a varones para reducir la incidencia de la violencia directa.
Programas de prevención de la violencia hacia niños/as y adolescentes. El derecho a vivir libre de violencia implica que el Estado debe actuar activamente en materia de prevención, detección, atención, sanción y reparación ante las situaciones de violencia que viven a diario los niños, niñas y adolescentes. Es clave trabajar en políticas interinstitucionales e intersectoriales, de coordinación y acción conjunta de todos los organismos involucrados a través de los distintos ámbitos creados. Por su parte, hay que trabajar con más fuerza en acciones contra la explotación sexual y la trata de niños, niñas y adolescentes, en sintonía con las reformas legales recientes.
Políticas para la reducción de la reincidencia criminal. Las sanciones privativas y no privativas de la libertad exigen una estructura institucional que pueda dar respuesta inmediata a las necesidades de reinserción social de las personas involucradas en conflictos con la ley. Los niveles de involucramiento pueden tener distintos registros, y las trayectorias de las personas estar sometidas a variados factores de riesgo. Es especialmente relevante la situación creciente de mujeres privadas de libertad, cuyos factores de vulnerabilidad son más críticos antes y después de la experiencia de la cárcel. Las unidades actualmente existentes en la órbita del Ministerio del Interior y del Instituto Nacional de Rehabilitación deben tener un rediseño programático, organizacional y presupuestal para poder llevar a cabo sus objetivos.
Segunda reforma policial y una nueva política criminal
El capítulo policial es decisivo para una perspectiva sistémica de la seguridad. La policía no tiene un rol neutro o meramente técnico –una suerte de cuarto anillo del control- sino que se trata de una institución pesada con enorme incidencia sobre lo social. Hay que transitar hacia una segunda reforma policial. Y no habrá reformas profundas sin sistemas de información para la evaluación de procesos y resultados, sin mecanismos de control y rendición de cuentas a la ciudadanía, sin conducción política y técnica desde el gobierno civil, sin políticas exigentes de selección de recursos humanos, sin modelos más horizontales de organización y sin una orientación clara hacia un nuevo paradigma en materia de políticas de seguridad: el cambio se debe producir desde un modelo de acción-coordinación, es decir, la policía actúa y luego se coordinan las demás agencias, a otro en el que se formulan las estrategias de acción y coordinación.
La transformación de la matriz policial en el Uruguay enfrenta un desafío programático mayor: debe haber una transición del viejo modelo de control territorial o de búsqueda de la eficacia (no importan los medios sino los resultados), hacia una nuevo marcado por abordajes más cercanos a la “justicia de procedimientos” (calidad del trato, trama de decisiones, respeto a los derechos individuales, etc.). El objetivo de una reforma de esta entidad tiene que ser disminuir los niveles de violencia institucional y aumentar la legitimidad de las interacciones.
Mientras muchos discursos hablan de una nueva policía, las prácticas cotidianas reafirman lo contrario. No habrá una realidad distinta hasta tanto no se reforme la anterior. Y para eso hay que impactar sobre la cultura institucional, los niveles de profesionalización y los mecanismos reales de apertura que garanticen el control y la rendición de cuentas.
Por su parte, la política criminal debe tener una modificación radical. Desde la aprobación de un nuevo código penal (que establezca una proporción racional entre las penas y revea la intensidad punitiva para algunos delitos), hasta la profundización del actual CPP (afectado a poco de andar por una contrarreforma altamente perniciosa), pasando por una derogación completa de todas las normas legales pensadas para el delito adolescente en los últimos años. Y sobre todo, un cuarto gobierno del Frente Amplio debe consagrar definitivamente un sistema de medidas alternativas a la privación de libertad (tanto en adolescentes como en adultos). Mediante una mayor dotación presupuestal para estos programas, habrá que profundizar en la formación de los operadores (ya sea funcionarios públicos o técnicos de organizaciones sociales), y generar más eficiencia en todo el sistema de respuesta que aún se encuentra altamente fragmentado. En especial, es imprescindible fortalecer la capacidad del Estado para dar respuesta a las situaciones de conflicto con la ley en los distintos departamentos del interior del país, tendiendo a soluciones comunitarias y contextualizadas.
Más allá de nuestro propio relato
Una buena parte de la política de seguridad desarrollada en los últimos años se asentó en el clásico discurso del “realismo de derecha”, sobre todo a la hora de interpretar las dinámicas más salientes del delito y los ajustes más punitivos en la política criminal. Sin embargo, este relato fue encubierto por otro más ambiguo y sofisticado, y por eso mismo más pernicioso. Una combinación incierta de las teorías criminológicas del control, del enfoque subcultural (siempre aplicado al universo social de la precariedad), del reconocimiento de la fractura social y de la justificación de la acción del sistema policial-penal, da forma a un discurso que siempre parece lo que no es.
Este relato promueve la idea de una sociedad mayoritariamente integrada y obediente de los valores tradicionales, y de un conjunto de realidades enquistadas en la exclusión y la cultura de la ilegalidad. En definitiva, ellos y nosotros. Para ellos, siempre vale la sospecha de la “predisposición” al delito. Para nosotros, en el peor de los casos, puede que algunos “tiendan” a no respetar los límites. En esta visión dual y estática, con fronteras bien marcadas entre el bien y el mal, solo hay que esperar el milagro salvador del shock de autoridad. Si bien la cuestión social queda enunciada, se lo hace desde la una perspectiva conservadora. Por otra parte, este relato no tiene pensamiento ni acción estratégica sobre las instituciones del sistema policial-penal. De tenerlo, debería reconocer que eso que se llama cultura del delito es uno de los resultados más evidentes del ejercicio sistemático de la violencia institucional sobre los espacios de precariedad y de la segregación punitiva.
En materia de prácticas y discursos sobre seguridad, una perspectiva de izquierda debe buscar nuevos caminos. Se trata de nuestra última oportunidad.