Este verano, “el campo” uruguayo ha decidido dar una lucha distributiva cuyos objetivos no están claros, cuya agenda tampoco está bien definida, pero cuyas movilizaciones han sorprendido a muchos (hasta a ellos mismos). Pero “el campo” es un nombre demasiado genérico para un factor de producción atravesado como el que más por las contradicciones del capitalismo periférico y las desigualdades de clase. Y ni que hablar de la política partidaria: en algunos departamentos la filiación partidaria de buena parte de sus acólitos está clara (es un paro no solo contra el gobierno sino contra el Frente Amplio de cara al 2019), aunque en otros, las movilizaciones han estado protagonizadas también por pequeños o medianos productores y una “clase media agraria” difícil de cuantificar.
La pregunta sobre cuánto de este conflicto es real –material- y cuánto simbólico (en el sentido político, superestructural e ideológico), no es tan fácil responder. Pero una izquierda que se precie de tener una respuesta no sólo “emocional” frente al problema, tiene que dar cuenta de esto. Estamos ante una batalla distributiva que no es, como se suele creer, entre “el campo y la ciudad”, sino entre capitalistas y trabajadores y, peor aún, entre dueños de la tierra y productores. Si no apreciamos estas contradicciones y luchamos políticamente por “abrir la caja negra” de este conflicto, podemos quedar rehenes de una demanda especulativa, inorgánica, y de la que sólo puede sacar partido la derecha.
Las lecciones de la región
En el año 2008, “el campo” le dio un buen sacudón a la política argentina. Resistiendo la política de retenciones móviles a las exportaciones de granos, organizaciones empresariales representativas de la producción agro-ganadera realizaron un lock out patronal o paro agropecuario. El conflicto tuvo importantes costos para la administración de la entonces presidenta Cristina Fernández: el Ministro de Economía renunció, el Vicepresidente Cobos la traicionó y el gobierno debió dar marcha atrás con lo propuesto. Mas el paro agropecuario también tuvo algunos efectos positivos, como poner de manifiesto un conflicto productivo y social que enfrentaba al trabajo con el capital y al gobierno con las presiones de la vieja y nueva “oligarquía agraria” (riquísima, autoritaria, despótica).
Las manifestaciones de nuestro “campo” en estos días han puesto en cuestión el corazón mismo de las políticas del gobierno. Han discutido las políticas cambiaria, fiscal, laboral y social. Puestas así las cosas, es claro que la protesta es contra el programa de gobierno del Frente Amplio. Mas esta misma demanda parece insostenible, ya que la misma política económica del gobierno y sus mismos ministros (Aguerre, Astori, antes alabados por quienes hoy se manifiestan), les ha llevado a obtener extraordinarias ganancias en los últimos quince años. Y ahora que el agro enfrenta dificultades (como todo el país las enfrenta, y buena parte de la región), ninguna de las políticas que ellos denuncian parecen ser, en realidad, parte sustancial del problema.
Empecemos con el tema de los “costos”: si éstos son altos, la rentabilidad de los empresarios rurales se deteriora. Los costos no han crecido, pero como otras cosas han decrecido (el precio de los commodities, la demanda externa, entre otros), ahora los precios parecen altos. Detrás de esta demanda, se vehiculiza la crítica a las empresas públicas que comenzó con las denuncias contra ANCAP. Pero la demanda sobre los costos energéticos sólo enmascara un pedido de subsidio, ya que los costos energéticos de este país siempre han sido altos, y nada de lo que la oposición propone ni ha propuesto en estos años (como “importar” petróleo) serviría para reducirlos. ¿Qué están pidiendo entonces? ¿Que el Estado les subsidie los costos energéticos? ¿Y por qué el Estado habría de subsidiárselos a ellos y no al resto de la ciudadanía? Allí lo único que parece apropiado es separar a los sectores y empresarios que están en verdaderos apuros, de los que sólo protestan porque ya no pueden obtener las pingues ganancias del pasado.
Sobre la política fiscal, los argumentos son ya tan manidos y conocidos que poco puede agregarse. Evidentemente, ni el IRAE, ni el IRPF, ni –obviamente- el Impuesto a Primaria van a alterar la ecuación de su rentabilidad. La presión impositiva sobre el agro en Uruguay es más que moderada y la presión tributaria sobre el factor “tierra” es muy inferior a la que requeriría una política de redistribución de activos que permitiera superar la desigualdad endémica del país. Sin duda, un abaratamiento de todos estos “costos fiscales” los ayudaría, pero el agro no atraviesa una situación difícil como resultado de la presión “fiscal” del Uruguay.
La gota que colmó el vaso de la paciencia de muchos uruguayos y uruguayas es la disputa contra la política social. Las políticas sociales destinadas a los sectores de menores ingresos no llegan ni a medio punto del producto y no comprometerán jamás el “gasto público” uruguayo. Lo que sí lo compromete es la educación, la salud y la seguridad social, pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría disparar contra todo eso so pretexto de comprar conflicto con todo el mundo (con los jubilados y los trabajadores, con los maestros y los alumnos, con los usuarios de la salud y los médicos).
Ahora bien, la movilización “del campo” no debe leerse “únicamente” en clave política, de cara a 2019. Hay algo de las contradicciones agudas del capitalismo que se juega allí, entre la rentabilidad que disputan los dueños de la tierra, los productores y los asalariados.
La renta de la tierra en el centro del problema
En un reciente artículo especializado escrito por Gabriel Oyhantçabal y Martín Sanguinetti*, los autores sostienen que “el campo” es uno de los factores determinantes de la desigualdad en el Uruguay, y el hueso duro de roer de cualquier política que pretenda distribuir factores de producción (como la tierra y el capital) y no meramente ingresos. Allí se argumenta que en la crisis de 2002, los dueños de la tierra y los capitalistas (los que la producen, sea que las posean o no) lograron mantener su participación relativa en el producto nacional a costa de los asalariados. Aunque entre 2004 y 2013, los años de “oro”, todos ganaron, quienes más ganaron fueron los dueños de la tierra. El aumento del valor de la misma es determinante en esta ecuación** y fija la “renta de la tierra”, que es clave en el desarrollo de un país agropecuario como el nuestro. Ahora el ciclo expansivo se agotó y ya llevamos tres años de estancamiento relativo en la realización de la ganancia de los dueños de la tierra y de los productores. “No nos dan los costos” es la forma que ellos emplean para decirlo. Pero lo que está afectada es su rentabilidad. Y entonces, disparan contra las políticas del gobierno: contra el costo del dinero (la política monetaria), contra los costos de producción (la política energética y fiscal) y contra los costos laborales y los derechos sociales asociados.
Es el proceso de acumulación del capital en el agro en un contexto no expansivo de la economía lo que está en juego, y una parte del problema es la renta de la tierra (como dijo un productor de los movilizados en un programa en la televisión: “y…nos va a salir más barato arrendar que producir”). Oyhantçabal y Sanguinetti señalan que, dada la política de reducción de la presión tributaria sobre el sector ya existente, se vuelve transparente la forma en que el “el sector ‘exige’ una masa extra de ganancias para remunerar a los terratenientes”. Ahora bien, si las soluciones para “salvar al agro” –propuestas por ellos mismos- son por la vía de reducir los ingresos de los trabajadores, recortar los gastos en salud y educación, o –peor aún- impulsar un proceso de privatización de activos públicos para “hacer caja” sin tener que recurrir al endeudamiento, el escenario es el mismo que condujo al país al atraso, la recesión y las crisis cíclicas de la última mitad del siglo XX. No, esa no puede ser la solución. La rentabilidad del sector no puede asegurarse sobre la base del “ajuste del cinturón” del resto del país (el agro no es “quien produce” la riqueza del Uruguay, es una parte de ese proceso, en el que hay otros sectores dinámicos y, sin duda, capital humano). Por fortuna, hoy no hay condiciones políticas para someterse a una presión tan perversa. Pero el campo se prepara para el 2019, y esto es un ensayo general de orquesta.
Al gobierno le competerá la difícil tarea de negociar lo negociable con los sectores más afectados, buscar soluciones más o menos genuinas que signifiquen algo más que poner instrumentos financieros a disposición (como el crédito), y tener mucha paciencia. Deberá separar las presiones de quienes fueron enriquecidos por las súper rentas del pasado y ahora pujan por su ganancia, de aquellos que ven efectivamente comprometida su producción. Y unos y otros deberán tener claro que el proceso de plusvalor que no surge del proceso productivo sino del monopolio privado de la tierra, como apuntan Oyhantçabal y Sanguinetti, es una de las limitantes más importantes del desarrollo uruguayo, y está hoy en el centro del problema.
Al movimiento “del campo”, en plena fase de evolución, le corresponderá entender la verdad más simple de la política: para ganar hay que convencer. Hoy la mayoría de la población no entiende bien cuáles son sus reclamos ni cuán legítimos, ya que percibe que han amasado una gran cantidad de dinero en la última década. La alianza “de clases” entre productores familiares y terratenientes (y asalariados) en nombre “del campo” es falaz y solo puede ser coyuntural, pero la izquierda debe saber cómo y cuándo actuar. Si como resultado del conflicto la población tuviera que enfrentar cualquier conflicto de desabastecimiento, la balanza no se va a inclinar ciertamente a su favor y habrán perdido la primera mitad de su batalla que hoy se juega en la política de la protesta pública.
*“El agro en el Uruguay: renta del suelo, ingreso laboral y ganancias”, publicado en la Revista Problemas del Desarrollo, 189 (48), abril-junio 2017. Disponible en: http://probdes.iiec.unam.mx
**Según datos de Oyhantçabal y Sanguinetti, entre los años 2000 y 2015, la renta del suelo pasó de 349 a 1.658 millones de dólares, con un pico de 1.939 millones en 2014. Los dueños de la tierra tuvieron una participación en el producto de 40% en 2009.
Constanza Moreira