¿A qué costo?
En el día de hoy, medios de prensa recogen que el Gabinete Nacional de Bioseguridad habría aprobado 14 nuevas variedades de transgénicos. Mientras que diez de ellos no parecen haber generado mayores reparos entre los integrantes de la Comisión de Gestión del Riesgo (CGR), en los cuatro restantes, tanto los técnicos como representantes políticos de Salud Pública y Ambiente expresaron su oposición por entender que no tenemos conocimiento suficiente sobre las consecuencias de utilizar estos transgénicos y (especialmente) los agroquímicos que inevitablemente acompañan al cultivo. Esta decisión revela que se priorizan los beneficios económicos a corto plazo, por sobre la salud de la población y los derechos a saber y decidir sobre las maneras de producir nuestra comida.
En 1999, casi tres años después de Dolly y la primera utilización de soja RR en nuestro país, el estadounidense Jeremy Rifkin, economista especializado en cambio técnico y ambiente, escribía un interesante libro sobre el “Siglo de la Biotecnología”.
En él planteaba, a nuestro entender, una reflexión de lo más sugerente para pensar en estos temas que nos ocupan: “El siglo de la biotecnología, en el que estamos entrando, nos va a tentar con una amplia gama de alimentos transgénicos y animales alterados genéticamente (eso sí, patentados por las grandes corporaciones); medicamentos maravillosos y terapias genéticas que, en teoría, producirán niños más sanos, eliminarán el sufrimiento y alargarán la vida de las personas. Pero a cada paso que damos hacia ese nuevo mundo «bioindustrial», una angustiosa pregunta nos asalta: «¿A qué precio?»”
El año 1996 fue un año destacado para la biotecnología tanto a nivel mundial como a nivel nacional.
En julio, algunos kilómetros al sur de Edinburgo, Escocia, un equipo de científicos del Instituto Roslin liderados por Keith Campbell e Ian Wilmut, con financiamiento de la compañía de biotecnología PPL Therapeutics lograron un hecho histórico: clonar exitosamente a un mamífero, Dolly, que desde ese momento se convertiría en “la oveja más famosa del mundo”. A más de 10 mil kilómetros de allí y tres meses después, durante la primavera uruguaya, la Dirección General de Servicios Agrícolas (DGSA) del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP) resolvió autorizar el uso de soja genéticamente modificada para, entre otras cosas, ser resistente al herbicida Glifosato.
Desde entonces, a ese primer evento transgénico (el GTS 40-3-2) se le sumaron cuatro eventos más de soja y diez eventos de maíz. Además, la superficie plantada de soja pasó de unas 14 mil hectáreas en la zafra 1999/2000 a más de 1 millón de hectáreas en la 2016/2017.
Las consecuencias sobre la salud (humana y de los ecosistemas) de la profundización de una forma de producir que demanda permanentemente más insumos, genera creciente preocupación en la ciudadanía e incluso entre militantes de la fuerza política que está hoy en el gobierno. Los nuevos eventos vendrán acompañados de nuevos agroquímicos que, como el dicamba, ya han sido prohibidos en el marco de fuertes controversias por los efectos de su uso, además de los riesgos que puede generar la coexistencia de estas nuevas variedades con las de maíz criollo que todavía se producen en nuestro medio rural.
En septiembre de 2017, la Asociación Rural (ARU) expresó en un comunicado que la no aprobación de eventos transgénicos era un factor que estaba llevando a la pérdida de competitividad del sector y pone en duda, en la misma declaración, que las políticas de regulación que intenta llevar adelante el MGAP estén dando resultado y las critica por “generar rigidez inadecuada en la toma de decisiones” para la producción. El comunicado continúa, y cierra señalando que “No se trata de demonizar sistemas productivos ni productores a partir de su tamaño, ese facilismo suele obedecer a razones ideológicas que en nada contribuyen a construir el país productivo del que todos dependemos”.
Si hay algo en lo que uno puede coincidir con la ARU es que sí, el desacuerdo es por motivos ideológicos. Son nuestras ideas las que nos llevan a cuestionarnos si ésta que tenemos es la mejor manera de producir, si siempre tenemos que estar anteponiendo la razón económica a la salud y/o nuestro derecho a gozar de un ambiente sano (como lo reconoce nuestra Constitución), si nuestra institucionalidad está preparada para darnos las garantías que corresponde y si contamos con todo el conocimiento necesario para manejar los riesgos y desafíos reales que implican estos cambios tecnológicos.
En el Capítulo 4 del documento de Bases Programáticas para el Tercer Gobierno del Frente Amplio 2015-2020, la fuerza política definía como pilares de sustentación de la estrategia en temas de sustentabilidad a: i) el rol del Estado como intérprete del interés general, ii) a la planificación como instrumento sustantivo para la promoción y gestión de los procesos de desarrollo y iii) a la participación ciudadana como garantía de transparencia y democratización de los procesos de toma de decisiones. Además, entre sus objetivos programáticos y líneas estratégicas, el FA incorporó la necesidad de implementar una “Estrategia Integrada de Ambiente y Salud”. Fundamentando tal necesidad, allí se señala que “La dependencia absoluta al ambiente nos hace vulnerables a los grandes cambios ambientales, por lo tanto las nuevas tecnologías y prácticas que tengan como finalidad el desarrollo productivo deben ser evaluadas en función de los riesgos que representan para la salud humana.”
Por otra parte, los mecanismos de participación previstos no hacen más que desestimular un mayor involucramiento de parte de actores sociales diversos e interesados. Las carteras de Salud y Ambiente, sin una estrategia general que contemple la profunda y compleja relación que mantienen sus áreas de actuación y sin el presupuesto y competencias (en el caso de Salud Pública) para posicionarse como fuertes defensoras del bien común y las otras carteras (Ganadería, Economía y Finanzas, Industria y Relaciones Exteriores) parecen estar teniendo problemas para interpretar correctamente lo que es el interés general en estos temas en particular.
Teniendo en cuenta lo anterior, Casa Grande, ha resuelto:
- Declarar nuestro apoyo y solidaridad con lo actuado por las carteras de Medio Ambiente y Salud Pública.
- Expresar nuestro desacuerdo con lo resuelto por el GNB, y en particular la actuación de las carteras que impulsaron la liberación de los eventos (MGAP, MRREE, MEF y MIEM).
- Solicitar al Gobierno Nacional que suspenda la aplicación de esta resolución, promoviendo el más amplio debate e información de los organismos involucrados, la academia y la sociedad civil con relación a los riesgos que implican.
- En el mismo sentido la aprobación de una ley nacional de etiquetado transgénico daría a la ciudadanía mayor información y capacidad de ejercer su derecho a saber y decidir qué consume.
- Llamar a la reflexión y a un debate público sobre la necesidad de revisar y reformar la institucionalidad en temas de Bioseguridad, sancionando una nueva normativa en el Parlamento.
- Abordar, desde el Poder Ejecutivo y en sintonía con los cada vez más frecuentes planteos de la sociedad civil, la necesidad de contar con una Estrategia Integrada de Ambiente y Salud.
Casa Grande
Frente Amplio