Izquierda: razón y fe.



“Yo no le creo al gobierno”, dijo  Luis Lacalle Pou en una entrevista televisiva. Así fundamentó su postura crítica respecto de las negociaciones entre el gobierno y UPM. Todo es una cuestión de fe. Creemos en los nuestros y desconfiamos de los contrarios.

Pese a que Freud y sus continuadores han demostrado que no somos tan racionales como nos gustaría serlo, sino que somos más pasionales, afectivos e instintivos de lo que creemos, históricamente el ser humano, ha dado en llamarse “animal racional”. Gusta decir que –a diferencia de los animales, que obran movidos por el instinto- la especie humana sabe actuar guiada por la razón.

¿Siempre?

Cuando se pregunta a alguien por qué es hincha de determinado equipo de fútbol, no sabe contestar. Es una identificación temprana que ha hecho con cierto colectivo que le da una sensación de pertenencia, de hermandad, de identidad. Y que se graba y se fija  por la existencia de otras colectividades, consideradas rivales, contrarias o enemigas, que emplean otros símbolos, colores y banderas. Nadie sabe a ciencia cierta a qué obedece su  “pertenencia” a los colores de un equipo determinado. Pero sin duda que no ha sido una opción racional, meditada y libre.

La pertenencia a los partidos políticos no es la misma cosa.  No. En absoluto.

¿Siempre?

Clanes, sectas y tribus, han existido desde los orígenes de la humanidad. Colectivos nucleados en torno a un caudillo pautaron nuestros orígenes en la tierra purpúrea. Eran pactos donde se garantizaba la  protección a cambio de la lealtad.

¿El nacionalismo tiene el mismo fundamento? El sentimiento de identidad y pertenencia, ese que aflora violentamente en un mundial de fútbol, donde la gente sale a la calle con los colores de la Bandera Nacional pintados en la cara y gritando el Himno a todo pulmón. ¿Es el mismo que provoca la secesión de un territorio respecto de otro como en  Catalunya?

Se supone que en política imperan las ideas no los afectos, y que lo irracional no cuenta… pero vemos que lo irracional pesa y bastante más de lo que quisiéramos.

Alguien ha dicho que el resurgimiento de grupos neonazis y el avance de la derecha a nivel mundial es fruto del miedo. Se ha dicho que la Posmodernidad es la era del desencanto, en la que se han perdido todas las certezas, y en la que la posverdad hace que todo sea posible.  Al finalizar el siglo XX, la gente común vio derrumbarse casi todas  las instituciones confiables que fueran pilares de su infancia.  El imaginario contemporáneo está lleno de desconfianza, miedos, inseguridades.

En 1992, cuando se cumplieron los 500 años de la llegada de los españoles a América, cayó el mito del “Descubrimiento”, en la medida en que fue ganando en las conciencias la idea de que la “Madre Patria” sólo habría venido a cambiarnos “oro por cuentas de vidrio” en actos de saqueo y exterminio.

Las dictaduras militares de la historia reciente hicieron caer en pedazos la imagen gloriosa de las Fuerzas Armadas, junto con la de una Policía como institución protectora, destinada a salvaguardar la seguridad pública. Hoy unos la acusan de prepotente y autoritaria, y otros de inepta, por desidia o incapacidad de quien la dirige.

La “bienvenida al mundo real”, para mucha gente, fue dada con el descubrimiento de que las agencias internacionales de prensa no dan una información objetiva y veraz, sino que esta es filtrada por los intereses de las corporaciones para las que trabajan. CNN ha hecho campaña contra el chavismo, tanto como el grupo Clarín lo hizo contra los K, o la Rede Globo contra el PT, cosa que no era percibida por las mayorías con tanta claridad, durante la Guerra Fría cuando se propagandeaba en contra de Moscú o de Fidel desde las radios.

También se derrumbó la Justicia. Siempre se habló de jueces corruptos y de defensores que -por dinero- aceptan representar tanto a inocentes como a culpables. Pero hoy se percibe al Poder Judicial  como un bastión conservador, cuya ideología disfrazada de Justicia incide sobre las decisiones de los otros poderes del estado, censurando leyes o torciendo los designios del Poder Ejecutivo, cuando se trata de disposiciones que atentan contra los privilegios de los poderosos.

Con la crisis de 2008 y el affaire de Lehman Brothers, ya nadie piensa que los Bancos sean instituciones destinadas a fomentar el ahorro o ayudar a pequeños empresarios que intentan progresar trabajando honestamente. Hoy, como dijo Facundo Cabral parafraseando a Bertolt Brecht, “no sé quiénes son peores, si los que asaltan un Banco, o aquellos que lo fundaron”. La imagen de banqueros huyendo del país con el dinero de los ahorristas no es una ilusión. Quedó grabada en la historia nacional con la cara de los Peirano durante la crisis del 2002.

La Iglesia Católica pidió disculpas por los  delitos sexuales y abusos cometidos nada menos que contra niños, lo cual, unido al escándalo del “Vati-leaks” que involucró a los responsables del Banco del Vaticano en el pago de extorsiones por fiestas gay, dejaron perpleja a la comunidad cristiana. Otro derrumbe.

En el imaginario colectivo ya no queda nada en pie.

Internet siembra sospechas a diestra y siniestra: semanalmente nos caen decenas de mensajes electrónicos donde se nos advierte que los productos más publicitados por la propaganda comercial son cancerígenos, o que las epidemias mundiales son causadas por las fábricas multinacionales de medicamentos para vender más.

Los Estados poderosos invaden países y derriban gobiernos en nombre de la paz y la  democracia, cuando las verdaderas causas son el petróleo, el valor geopolítico de un territorio, o la necesidad de la industria armamentista de que haya guerras. Y si alguna duda queda, la prisión de Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, es la prueba.

Y para incrementar aún más el miedo y la inseguridad, a partir del “9/11” comenzaron los atentados terroristas sobre el mundo occidental. Centenares de muertos en las ciudades europeas en la última década, lo atestiguan.  La gente tiene miedo y desconfianza. No hay certezas. Ya no se trata del desamparo de que hablaba Sarte; es desamparo real ante amenazas externas. El miedo neutraliza la solidaridad, cierra las fronteras a los inmigrantes, pide el endurecimiento de penas y la cárcel para los adolescentes.

En la Suiza de América todos eran “blancos o colorados, de Peñarol o de Nacional” como dijo alguien.  En la izquierda de los años sesenta se identificaba la pertenencia a los partidos tradicionales con el hinchismo. Tan irracional como él. Se era blanco o colorado por tradición familiar, mientras que ser de izquierda era una opción consciente que admitía explicaciones y razones basadas en valores superiores como la solidaridad, la defensa de los desamparados, la justicia social, etc.

Hoy, vemos cómo en todas las tiendas políticas, se reacciona con la irracionalidad del hincha. Todo es cuestión de fe; de creerle a los propios y desconfiar de los contrarios. Cuando una acusación recae sobre una figura pública, sus correligionarios se indignan, y hablan de difamación; mientras que sus opositores no lo dudan un instante, pues los contrarios siempre son culpables de antemano. Y los que no tienen partido piensan eso respecto de todos los políticos: se les atribuyen siempre malas intenciones, dobles discursos, ambiciones de poder e intereses personales y mezquinos.

El desamparo, el miedo y la desconfianza nos han vuelto conservadores, refractarios a los cambios y más irracionales que nunca.

Si nos creemos diferentes por ser de izquierda, entonces  NO pensemos como ellos.

No actuemos como focas aplaudidoras diciendo que todo lo que hace el gobierno está bien, ni pensemos que el adversario político es corrupto siempre o culpable de antemano. No tiene por qué ser siempre «ñoqui» o incapaz para la gestión. No seamos tan irracionales  como ellos. Los nuestros también se equivocan.  Y la izquierda es humildad y grandeza para  reconocerlo. Demos esa batalla cultural en la interna de la izquierda.

No nos aferremos a los viejos líderes y a la seguridad que otorga el camino del medio, y démosle una oportunidad a lo nuevo, a los jóvenes, a las mujeres, a los cambios, a los nuevos paradigmas. Y perdámosle el miedo al miedo que inmoviliza y vuelve egoístas a los seres humanos.

Solo así podremos recuperar las razones de la izquierda, y recordar que la diferencia que nos separa es, que mientras ellos siguen apostando a un sistema que busca acaparar y acumular riqueza, nosotros apostamos a compartir y repartir. Mientras ellos buscan competir, nosotros  colaborar y cooperar. Mientras ellos defienden el derecho empresarial a la explotación de los recursos naturales sin medir consecuencias, nosotros defendemos la preservación del equilibrio del planeta para las futuras generaciones. Ellos son defensores de la gente “de bien”, los poderosos, los industriales, los exportadores y los terratenientes,  nosotros de los explotados, los pobres, los peones, los obreros, los marginados, los nadies, las mujeres, los género-disidentes, los jóvenes, la población carcelaria que es el último nivel de la degradación humana, los «pibes chorros» abandonados, vulnerados y abusados una y mil veces por la “gente normal”.  Las razones de la izquierda de ayer siguen tan vigentes como siempre. La causa de la izquierda es la de los explotados, los débiles y las minorías. Con razones y con corazón. Luchando por las diferencias de clase y por las injusticias de género y por salvar un planeta que es de todos y que ha sido expoliado por la explotación capitalista depredadora e irracional en su afán desmedido por multiplicar ganancias.

 

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