Este 20 de mayo, volveremos a marchar en silencio, reclamando lo que se viene exigiendo desde hace ya más de 20 años. Verdad. Justicia.
Primero se reclamó conocer la verdad, al tiempo que se intentaba sobrevivir al fracaso de la derogación de la Ley de Caducidad, y su impulso al olvido y al “seguir adelante”. Pero ya en 2008 al reclamo de verdad se le unió el de justicia. En 2011 el movimiento redobló la consigna: reclamó la responsabilidad de Estado por los crímenes cometidos durante la dictadura cívico-militar. Desde 2012 la palabra impunidad se hizo insoslayable. La impunidad es un sistema, un estado de situación que permanece porque requiere colaboración del Estado, el silenciamiento público de las causas, y un “estado de ánimo” colectivo donde el ocultamiento y la negación, refuerzan la inacción (y acción) de los poderes públicos. “En mi patria no hay justicia”, denunció la consigna de 2013. Nada más claro y condenatorio que esa frase.
No hay verdad sin justicia. Somos firmes defensores de que es la justicia la que hace florecer a la verdad, y no al revés (esa idea de que, si se insiste con la justicia, nunca encontraremos la verdad). La idea de impulsar un proceso similar al colombiano o al sudafricano, una suerte de “delación premiada” que absuelve a cambio de confesión, no es de recibo en Uruguay. Y no lo es porque, como se ha señalado incontables veces, las violaciones a los derechos humanos en Uruguay fueron sistemáticas e institucionales. La institución Fuerzas Armadas, sus correlatos civiles y su gobierno “de facto” posterior, son los responsables por estos hechos. Por el terrorismo de Estado y por la “actuación ilegítima del Estado”, como reza la Ley Nº 18.596 de 2009, que tipifica los crímenes de lesa humanidad. No son crímenes cometidos por personas individuales, ni privadas. El terrorismo de Estado es, por definición, institucional.
Pero la verdad falta. Este 20 de mayo, la verdad aún brilla por su ausencia. Y los procesamientos han sido escasos.
De todas las violaciones a los derechos humanos que padecimos entre 1968 y 1984, en dieciséis años de actuación ilegítima del Estado (es la figura jurídica con que la ley tipifica el período entre 1968 y 1973) y el terrorismo de Estado puro y duro, son pocas las causas judicializadas, son menos aún los procesamientos y son escasísimos los hallazgos en las causas de detenidos-desaparecidos. Algunos delitos de lesa humanidad como el abuso sexual contra las mujeres presas, o la tortura, ni siquiera han sido incorporados al proceso jurídico, que sigue siendo escaso, lento, y casi sin resultados.
En “La sempiterna oscuridad” Roger Rodríguez señala que sólo se han judicializado 304 causas. En un país donde hubo 6.000 presos políticos y se registraron 200 asesinatos políticos (antes de la dictadura, entre 1968 y 1973, hubo ochenta asesinatos políticos) y 193 desaparecidos, 304 causas judiciales es un número escaso, que demuestra la cultura de la impunidad: la dificultad para presentar causas, la renuencia de la justicia a procesarlas, y la complicidad de un Poder Ejecutivo que durante décadas archivó las causas por encontrarlas “comprendidas en la Ley de Caducidad”.
De las 304 causas, el periodista Roger Rodríguez testimonia que 180 (63%) no pasaron la etapa del presumario. Sólo 82 de las causas llegaron a una definición, pero esta definición fue, en la inmensa mayoría de los casos (66), el archivamiento del proceso. En sólo diez casos, se alcanzó la etapa del sumario, y en apenas seis casos la justicia penal uruguaya llegó a establecer una sentencia de primera instancia. ¡Sólo en 6 de 304 causas! Más aún: en varios casos, señala Roger Rodríguez, se desestimaron las imputaciones en medio del proceso, por cambios en tribunales o Fiscalía, o por las actuaciones del Tribunal de Apelaciones de cuarto turno. Los crímenes de Tito Gomensoro o Julio Castro, permanecen impunes por estas decisiones.
Lo poco que se sabe, además del esfuerzo realizado por historiadores, familiares y periodistas (cuando el Estado es quien debió hacerse cargo de la parte de la prueba), es lo que la justicia ha puesto en negro sobre blanco. La verdad sistemática, probada y juzgada a partir de procedimientos claros, transparentes, confiables. Sin justicia no hay verdad. Y por ello las tres décadas en que la Justicia no actuó, y el Estado impidió investigar (1973-2010), son décadas de silencio, de complicidad, de negación. Y este legado es, junto con el de la dictadura, el más difícil de sobrellevar. El que nos volvió peores de lo que éramos, más pobres, más miserables, más indignos como nación.
Treinta años después, seguimos sin saber. No sabemos nada o casi nada sobre los 193 desaparecidos. Sólo han aparecido cuatro cuerpos. Y nada más. Sin ir más lejos, la Diputada Macarena Gelman sigue buscando los restos de su madre, muchos años después de que supiera la verdad sobre su origen. Y es que, ante el silencio, la falta de testigos y la negativa de las FFAA a proporcionar cualquier información fidedigna sobre el paradero de estas personas, las excavaciones parecen a veces la búsqueda de una aguja en un pajar. En un país pequeño, donde “nos conocemos todos”, no pueden pasar decenas de muertos y miles de torturados desapercibidos. Vivimos todos con eso dentro. Atragantado. Indigerible.
El año 2017 no fue un buen año para la causa del esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad perpetrados en Uruguay entre 1968 y 1984. El fallo de Roma sobre el Plan Cóndor decepcionó a propios y ajenos. La absolución de 14 represores uruguayos y una única condena, no era lo esperado. Tróccoli, el único que se presentó a juicio, no fue procesado. También el fallo reciente de la Corte Suprema en Argentina ha representado una marcha atrás considerable. Recordemos –para todos los que defenestran la política argentina, y especialmente la política “K”- que fue la justicia argentina la que nos permitió “perforar” la Ley de Caducidad, en especial durante la causa de Automotores Orletti. Pero hoy el fallo del 2 por 1 con que la Corte decidió beneficiar a los delitos de lesa humanidad aplica, al igual que la SCJ en Uruguay, la retroactividad de la ley penal “más benigna”. Cuánta hipocresía: mientras en América Latina se endurecen las penas contra la propiedad privada todos los días y se discute cómo aplicar la ley penal dura a los adolescentes, funciona la tesis de la “benignidad penal” con los delitos de lesa humanidad. Así el Estado revela tener un doble rasero judicial: a los altos mandos militares y sus aliados civiles la benignidad penal, a los jóvenes pobres rapiñeros, toda la dureza de la ley.
El Frente Amplio tuvo dificultades en su momento para entender la amplitud y profundidad de la causa que tenía entre manos. Algunos pensaron que “esto de los derechos humanos” era una causa de pocos. Y, por consiguiente, hubo voces potentes que se alzaron expresando que esta causa podía entorpecer la victoria electoral del FA en 2004. Mala lectura: hacia adentro y hacia afuera. Hacia dentro porque se pensó que importaba poco entre sus militantes (y así se lo dijo a sí mismo el propio FA cuando evaluó cuánto involucrarse en la campaña del voto rosado). Hacia fuera, cuando se pensó que ponía en riesgo la elección (sin entender que para el electorado tenía mucho más impacto negativo la sanción del IRPF que la promesa de “paz social” cuando el país ya estaba pacificado).
No deben dejar de reconocerse, sin embargo, los avances producidos durante los gobiernos del Frente Amplio: ellos incluyen las excavaciones en busca de restos, la decisión de la Suprema Corte de Justicia de declarar la Ley de Caducidad inconstitucional en el caso de Nibia Sabalsagaray, la sanción de la ley interpretativa (Ley Nº 18.831 de 2011) para impedir la prescripción de estos delitos, que le devolvió “pretensión punitiva” al Estado, o la decisión del pasado gobierno de anular los actos administrativos de gobiernos anteriores que desestimaron las causas judiciales presentadas, por la vigencia de la Ley de Caducidad. A esto se agrega el impulso a la creación de la Institución Nacional de Derechos Humanos que, con su independencia, ha sabido respaldar denuncias, cuestionar leyes y normas, y dar un marco de actuación en defensa de los derechos humanos del que el país carecía.
Hoy nos apura el tiempo. Tiempo para recordar, tiempo para testimoniar, tiempo para saber. Los protagonistas mueren, los testigos también. En la memoria y el olvido, el tiempo es todo. La impunidad en Uruguay se ha definido como una estrategia del olvido. Pero la gente, porfiada, marcha una y otra vez cada 20 de mayo para recordarlo todo otra vez. Recordar es volver a pasar por el corazón. Y eso hacemos todos los años: volvemos a pasar por el corazón la memoria de la infamia, para recordarnos a nosotros mismos la cara del horror, de la fuerza, de la brutalidad, y del despojo.
No, no es verdad que muertos los protagonistas mueran las causas. Eso no fue nunca verdad ni lo será. En hombros de las generaciones más jóvenes, se alimenta la esperanza de Verdad y Justicia cada día, cada otoño, cada 20 de mayo.