La Constitución de la República, como todos sabemos, es el conjunto de normas fundamentales de una comunidad determinada como un Estado, que regula la organización y funcionamiento del gobierno y establece los derechos de los individuos. En ella toman cuerpo el conjunto de valores superiores de una comunidad, tales como la democracia, la libertad, la igualdad, la responsabilidad, la protección, la convivencia pacífica y la dignidad, entre otros tantos.
Bajo la “Sección I, de la Nación y su Soberanía” y en el capítulo III, el Artículo 5°, de la Constitución vigente establece que “Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna. Reconoce a la Iglesia Católica el dominio de todos los templos que hayan sido total o parcialmente construidos con fondos del Erario Nacional, exceptuándose sólo las capillas destinadas al servicio de asilos, hospitales, cárceles u otros establecimientos públicos. Declara, asimismo, exentos de toda clase de impuestos a los templos consagrados al culto de las diversas religiones.
Este Artículo que aún se mantiene vigente desde la Constitución de 1918, es nada más y nada menos que la DEFINICIÓN a través de la norma interna de mayor jerarquía que tiene nuestro sistema de leyes, de Uruguay como Estado laico.
Esta característica de nuestro Estado viene de lejos y creo que vale la pena recordar hoy aquí algunos hitos que nos ayudarán luego a expresar nuestra posición sobre el asunto que tenemos a consideración en este momento.
el 18 de abril de 1861, se dictó el decreto llamado de “secularización de los cementerios”. Por este acto, y aduciendo razones de higiene, se prohibía conducir los cadáveres a las Iglesias, estableciéndose que estos debían ser trasladados directamente de las casas mortuorias al cementerio. Esta fue la respuesta política el Gobierno ante la situación generada por la prohibición del Vicario Apostólico, Jacinto Vera, de que el cadáver del doctor Enrique Jacobson fuera conducido a la Iglesia ni que se le diera sepultura eclesiástica debido a que no había aceptado abjurar de su condición de masón.
El 24 de agosto de 1877 el Parlamento aprobó la ley de Enseñanza Común, que determinaba que la educación sería «laica, gratuita y obligatoria». La enseñanza religiosa debería hacerse en contraturno cuando algún padre lo pidiera
en 1885 se determinó que el casamiento civil debía ser anterior al religioso, por lo que nadie podía casarse ante Dios sin antes hacerlo ante el Estado.
El 26 de octubre de 1907 se aprobó la Ley de Divorcio. Luego en 1913 se sancionó otra ley que determinó que el divorcio podía realizarse por «la sola voluntad de la mujer».
En 1908 se determinó que no se aplicaría más el juramento de los legisladores sobre los Santos Evangelios
En 1909 se suprimió el vicariato castrense y los honores militares en las ceremonias religiosas.
Por último, en 1919 se determinó que los feriados religiosos fueran secularizados, por lo cual «el día de los Reyes Magos, 6 de enero, se convirtió en «Día de los niños», la Semana Santa en «Semana de Turismo», el día de la Virgen, 8 de diciembre, en «Día de las Playas», y el de Navidad, 25 de Diciembre, en «Fiesta de la Familia».
Esta historia es la que nos ubica hoy, en pleno 2017 como un Estado fuertemente laico, formalmente hace ya casi 100 años y en los hechos, como acabo de relatar, hace algunos más.
Esta separación entre la Iglesia y el Estado, es la que convierte a Uruguay en un caso atípico en América Latina, que ostenta el grado de país más secular de América Latina donde las personas sin filiación religiosa asciende a 37% y tiene influencia además en aspectos cotidianos que vivimos como sociedad tal vez sin tomar demasiada conciencia como por ejemplo que el 62% de los uruguayos estemos a favor del matrimonio igualitario, que el 54% de los adultos creamos en la legalidad del aborto o que el 57% esté convencido que los líderes religiosos no deberían tener influencia en los asuntos políticos.
Considerando este laicismo, fuertemente arraigado en la sociedad uruguaya, y en mi carácter de representante departamental, no puedo ser imparcial ante la propuesta emanada de un grupo de vecinos y vecinas, auspiciado por el Arzobispo de Montevideo Daniel Sturla para instalar un monumento de la virgen María de 3,80mts en un lugar privilegiado de la ciudad como lo es la Rambla de Oribe.
Voy a permitirme citar a Daniel Innerarity, filósofo y ensayista español que dice:
“La idea de espacio público está estrechamente ligada a la realidad de la ciudad, a los valores de ciudadanía y al horizonte de civilización […] El espacio público es el espacio cívico del bien común, en contraposición al espacio privado de los intereses particulares […] En la ciudad se hace visible el pacto implícito que funda la ciudadanía. Las ciudades y sus lugares públicos expresan muy bien la imagen que las sociedades tienen de ellas mismas. La ciudad es una escenificación particular de las sociedades”
Siguiendo este concepto, quisiera expresar la apuesta del sector al que represento, por la defensa de los espacios públicos como espacios de construcción de ciudadanía, donde el centro sean las personas y prime el respeto y la promoción de sus derechos como tal. En este sentido, creemos que la colocación de símbolos religiosos, en este caso de una escultura con la imagen de una Virgen en la rambla, atenta contra el respeto a aquellas personas que no profesan la religión católica y que no tienen por qué sentir que el espacio al cual tienen derecho, es apropiado física y simbólicamente por la Iglesia Católica. La preservación de los espacios públicos libres de símbolos religiosos debería ser un compromiso de todos y todas, incluidas las autoridades religiosas, en el entendido que los espacios públicos son ámbitos democráticos donde las personas puedan sentirse libres e iguales.